lunes, 23 de agosto de 2010

MAÑANA. Un relato sobre la revolución postergada.

“¿Habéis organizado ya vuestra colectividad? No esperéis más. ¡Ocupad las tierras! Organizaos de manera que no haya jefes ni parásitos entre vosotros. (...) Si no es así, no vale la pena que la juventud muera en los campos de batalla. Nuestro campo de lucha es la revolución." Buenaventura Durruti

España, Junio de 1938. Son las dos de la madrugada y sin novedad en el puesto de guardia. Desde la trinchera todo parece estar en calma. En el silencio de la noche, la guerra parece un recuerdo lejano, un mal sueño. De repente me asalta un mal presagio, siento que me están observando. Inquieto atisbo, oteo, intento divisar la alambrada, agudizo el oído, nada, sólo el canto de un grillo, oscuridad, sombras, imaginaciones.

Demasiados días de inactividad, tedio y aburrimiento me han crispado los nervios y me sobresalto con facilidad. Últimamente todo son rumores e incertidumbres. Cuando alguien pregunta sobre el próximo movimiento, siempre la misma respuesta: Mañana. Y mañana, volverá a ser mañana. Y luego hay que aguantar el calor, el bochorno, la sed, los picores, el hedor, las liendres... Pasamos las horas muertas extrayendo los piojos de las costuras del uniforme. Parece que fue ayer cuando en las trincheras, el frío nos roía hasta el tuétano de los huesos.

Mientras intento no despistarme durante la guardia, los recuerdos invaden mi memoria. Hace apenas un par de años, empujado por el ardor revolucionario que se desató tras la rebelión militar, empuñé mi fusil. Era un fusil Máuser, de fabricación alemana, con el ánima algo desgastada y un cerrojo que se entrillaba en uno de cada cuatro o cinco disparos. Aún así, en comparación con el arma que le tocó a algunos de mis compañeros, tuve bastante suerte.

Pocos días después marchaba hacia el frente de Aragón a defender la República y aquellos ideales que aún hoy considero que son los más altos que un hombre puede llegar a alcanzar: la libertad, la emancipación de nuestra clase... Estaba impaciente por romper esas cadenas de las que tanto oía hablar, unas cadenas que burgueses y terratenientes apretaban cada vez más y más y que sentía que si no conseguíamos pronto la victoria, acabarían por asfixiarnos a todos, y a mí el primero. Era casi un niño, no sabía mucho más de la vida, pero para mí era suficiente. Ahora, después de tan poco tiempo, tengo la impresión de haber vivido no una vida, sino varias vidas enteras.

En aquellos días en que las milicias de la columna Durruti y del P.O.U.M. avanzaban por el frente de Aragón, aboliendo la propiedad privada y formando colectividades campesinas, la guerra se hacía con fusiles y también con megáfonos. Yo mismo me había pasado horas enteras intentando convencer al enemigo de que no debía luchar por los burgueses y los terratenientes, sino por la libertad de nuestro pueblo. Y he de decir que, en ocasiones, esta forma de luchar dio sus frutos.

Fue entonces cuando por primera vez, con aquel ejército sin jefes ni galones y en el que se hablaba más de fraternidad que de disciplina, con aquellos campesinos sin amo que todo lo compartían en aquellas tierras sin más dueño que aquellos que las trabajaban, experimenté el germen de aquel mundo nuevo que todos llevábamos en nuestros henchidos corazones.

A la sazón, en Cataluña, donde se concentran las dos terceras partes de la industria española, el pueblo colectivizaba fábricas, transportes y servicios bajo control obrero. ¡Con cuánto entusiasmo seguíamos aquellas noticias! ¡Y cómo nos llenaban de rabia y coraje las historias que nos contaban sobre las barbaridades que perpetraban moros y legionarios! Recuerdo con especial horror el primer día que  oí hablar de la matanza acaecida en Badajoz al principio de la guerra. Ese día juré dar mi vida antes de permitir que los fascistas se acercaran a mi comarca.

A día de hoy, aquellas milicias obreras de las que formé parte y que con arrojo y valentía frenaron el avance de las tropas fascistas, hace tiempo que fueron disueltas por el gobierno. La República, mientras se rearmaba, bien supo servirse de nosotros, pero en cuanto consiguió forjar su flamante Ejército Popular Republicano, con sus galones, su jerarquía y su disciplina, no tuvimos más remedio que integrarnos en él.

Ahora, las clases dominantes vuelven a recuperar parte de sus privilegios. La excusa que esgrimen nuestros gobernantes es intentar ganar la simpatía de las democracias capitalistas occidentales y conseguir apoyo extranjero. La consigna es: primero ganar la guerra y luego hacer la revolución.

Revolución sí, nos dicen con una palmadita en la espalda; pero mañana, siempre mañana. Sin embargo, la guerra no avanza como debería avanzar, la ayuda exterior no se materializa y noto cómo los ánimos revolucionarios del pueblo se están aplacando.

Cuando estalló la rebelión militar y durante primeros días de la guerra, me encontraba en la ciudad de Barcelona. El pueblo mandaba en las calles y el entusiasmo revolucionario se respiraba en cada esquina, se reflejaba en cada rostro con el que te cruzabas… Allí regresé tal día como hoy, hace exactamente un año, para realizar tareas de logística y avituallamiento. En cambio, en aquella segunda ocasión, apenas reconocía la ciudad.

El gobierno, con el fin de desarmar a los trabajadores y restablecer el viejo orden burgués, había sustituido a los voluntarios y milicianos de las patrullas de control por las fuerzas policíacas de antes de la guerra. El P.O.U.M. había sido declarado fuera de la ley y su periódico clausurado. Unos compañeros me informaron de que un mes antes, el edificio de la Telefónica que controlaban los anarquistas, había sido tomado a sangre y fuego por la Guardia de Asalto mientras los locales del P.O.U.M. eran arrasados.

De aquella época tengo fresca en mi memoria las banderas vascas ondeando en los balcones de Barcelona. Se organizaban colectas para la defensa de Bilbao. En el Frente del Norte, el sistema defensivo conocido como el “Cinturón de Hierro” se encontraba duramente asediado por el enemigo. Finalmente, Bilbao cayó en manos de los fascistas. Meses después, caía la ciudad de Gijón y perdíamos todo el sector Norte.

¿Por qué no se desató mucho antes una ofensiva en el frente de Aragón? Por más que lo pienso, no le encuentro explicación. Era una maniobra que todos esperábamos, pues hubiera obligado a desplazar del Norte parte de las tropas de Franco, aliviando así la presión que sufría la capital del gobierno vasco.

Sí es cierto que en el frente de Aragón, donde era menester dotar a las tropas de muchas más armas y municiones, se encontraban los anarquistas y los marxistas. Alguien debió pensar, no sin falta de razón, que armar a los anarquistas o al P.O.U.M. significaba armar a la revolución, y el gobierno no parecía dispuesto a consentirlo. No me creo la excusa de que no había medios; yo mismo descubrí, en manos de aquellos guardias de asalto que en la retaguardia se encargaban de servir a los intereses gubernamentales, las armas que tanto necesitábamos en el frente

¡Primero ganar la guerra y después la revolución! ¿En serio?  Desde entonces sospecho que en realidad de lo que se trata es de evitar la revolución aún a costa de sacrificar la guerra, aunque no me atrevo a decirlo muy alto. Aquí lo único que se puede hacer es obedecer órdenes y esperar a ver si mañana ocurre algo interesante o alguien toma alguna decisión.

Tras la caída de Teruel por tropas fascistas, nos hemos visto obligados a replegarnos hasta el margen izquierdo del río Ebro. Las tropas facciosas han alcanzado el Mediterráneo por la provincia de Castellón, partiendo en dos el territorio gubernamental. Los fascistas tratan por todos los medios de ensanchar la cuña en zona republicana y la presión ejercida sobre Valencia se hace cada vez más insostenible. Se comenta que se prepara una contraofensiva, pero todo es incierto.

De pronto regresa la desazón. Vuelve a invadirme un mal presentimiento. Entonces me percato: el grillo ha dejado de cantar. ¡Crack! Una rama cruje a lo lejos; con un movimiento automático sujeto mi bomba de mano. ¡Boum! ¡Boum! Demasiado tarde. Varias granadas estallan muy cerca. Los muros del parapeto evitan que me alcance la metralla y la onda expansiva.

¿Por qué diablos nunca hago caso de mis intuiciones? Lanzo un grito de alarma, me apoyo contra un saliente, apunto con el arma hacia el frente y comienzo a disparar a ciegas. Excepto por las llamaradas de los estallidos, la visibilidad es nula.

Sobre mi posición, repiquetea la ametralladora. ¡Ratatatatatá! ¡Tatatá! Ratatatatá! ¡Tatá! Mis compañeros, que se han despertado sobresaltados, ocupan raudos sus puestos de combate y comienzan a disparar. ¡Pum! ¡Pum! ¡Boom!. En la oscuridad, sus rostros reflejan los destellos azulados de los fogonazos, como espectros que aparecen y desaparecen entre fantasmagóricas sombras y resplandores. Explosiones, ráfagas de metralla, fuego graneado, gritos:

— ¡Cuidado!

— ¡A tu derecha!

Alguien blasfema con rabia. Los proyectiles silban sobre las cabezas de los contendientes. ¡Pum! ¡Pum! Al cabo de unos minutos cesa el fuego enemigo. La pólvora impregna el ambiente. Los atacantes se han batido en retirada. Preguntamos los unos por los otros, hay un par de heridos, nada serio. Debía ser un grupo reducido, más que un ataque ha sido una pequeña escaramuza.

— ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!—Ordena el teniente mientras enfunda su pistola. — ¡Alto el fuego!— Repite un sargento. —No hay que malgastar munición, todavía no.

Las posiciones de uno y otro bando se encuentran tan próximas que podemos comunicarnos a gritos, lo cual posibilita este tipo de incursiones. Una vez silenciadas las armas, estalla una especie de guerra verbal, muy habitual en estos casos.

— ¡”Rogelios”! ¡Vaya susto os hemos dado!

— ¿Qué queríais, nuestra ametralladora? ¡Venid, que os la prestaremos un rato!

— ¡A ver si afináis la puntería que no acertáis ni una! ¡Ja ja ja!

— ¡Fascistas! ¡Ir a lamerles el culo a los terratenientes!

— ¡Pum! ¡Pum! (Se oyen disparos lejanos)

— ¡Viva España!

— ¡Pum! ¡Pum! ¡Viva la República!

— ¡Alto el fuego he dicho! ¡Cojones!

— ¡Pum! ¡Cagondiós ya!

De las voces que provienen del otro lado de la alambrada, reconozco el tono socarrón de alguien a quien recuerdo muy bien. Se trata de un vecino de mi pueblo. Creo que la guerra le sorprendió haciendo el servicio militar y debió verse envuelto entre los golpistas. Tal vez aún no haya tenido ocasión para pasarse a nuestro bando. Supongo que a muchos obreros y campesinos, la guerra debió de atraparlos en el lado de los sublevados, y ahí están todavía.

Así que sin pensármelo dos veces, vocifero su nombre y le pregunto: — ¿Qué haces tú, un pobre jornalero, luchando junto a los fascistas por los burgueses y los terratenientes? ¡Tú tendrías que estar con nosotros, luchando por la República! ¡Pásate a nuestro bando! — Grité alzando el puño instintivamente.

A lo que el soldado nacional, mostrándome cuan inocentes y vacías de sentido encuentra mis palabras, responde lleno de indignación — ¿Acaso tu república nos ha dado de comer?

J.L Gómez. 23/08/2010